Medicamentos, cosméticos y otros elementos deben ser
testados antes de poder comercializarse por tal de comprobar sus efectos.
Tradicionalmente se ha empleado en laboratorio a diversos animales para
comprobar dichos efectos, e incluso si hoy en día disponemos de pieles
sintéticas para probar elementos como los cosméticos se siguen empleando otros
seres vivos en la experimentación e investigación. ¿Es necesaria la
experimentación animal? ¿Se lleva a cabo con ética? ¿Que utilidad tiene si al
fin y al cabo se testan en un tipo de ser que no comparte todas nuestras
características?
La experimentación con animales o experimentación in vivo es
el uso de animales en experimentos científicos. Se calcula que cada año se
utilizan entre 50 y 100 millones de animales vertebrados (desde peces cebra
hasta primates no humanos).1 Invertebrados, ratones, ratas, pájaros, ranas, y
otros animales no destetados no están incluidos en estos números, aunque una
estimación realizada sobre el número de ratas y ratones usados en los Estados
Unidos en el año 2001 lo situaba en 80 millones.2 La mayoría de animales son
sacrificados después de usarlos en un experimento. El origen de los animales de
laboratorio varía entre países y especies; mientras que la mayoría de animales
son criados expresamente, otros pueden ser capturados en la naturaleza o
suministrados por vendedores que los obtienen de subastas en refugios
Cada año más de 115 millones de animales, contando solo a
vertebrados, son sometidos a experimentación con el supuesto fin de beneficiar
a seres humanos. Ello incluye prácticas tales como obligarles a inhalar gases
tóxicos, aplicarles sustancias corrosivas en piel y ojos, infectarles con VIH o
extirparles parte del cerebro. Ciertamente, el número de animales no humanos
que sufren y mueren por causa de estas prácticas es mucho menor que el de los
que son víctimas de la industria alimentaria, o de los individuos en estado
salvaje que sufren por eventos naturales. Ahora bien, puesto que los intereses
básicos de estos animales en no sufrir y no morir importan, es de todos modos
necesario reflexionar sobre si la experimentación con ellos está éticamente
justificada.
Solemos asociar estrechamente la experimentación con
animales a esfuerzos por aumentar la calidad y duración de vidas humanas. Sin
embargo, como se verá, este no es el objetivo perseguido en la mayoría de los
casos. Además, respecto de aquellos en que sí lo es, hay razones éticas fuertes
para rechazar la actual práctica de experimentación animal, si consideramos que
tampoco estaría justificada con seres humanos.
En primer lugar, la mayoría de experimentos realizados en
animales no humanos no tienen finalidad biomédica, es decir, no buscan obtener
mejoras en la salud humana. En algunos casos se trata de pruebas de impacto medioambiental de productos
químicos. En otros se trata de pruebas de seguridad de productos cosméticos o
del hogar. En otras ocasiones se emplea a animales no humanos en la
investigación militar.
Todos estos casos tienen en común que el beneficio que los
seres humanos pueden recibir gracias a estas prácticas es irrelevante o
inexistente. Pese a ello, se somete a un gran número de animales no humanos a
daños graves. Ahora bien, razonar éticamente requiere rechazar toda forma de
discriminación basada en características de los individuos que no tienen que
ver con su capacidad para ser dañados o beneficiados. No tener en cuenta los
daños que los animales padecen en estos experimentos, o darles una menor
importancia, simplemente porque no pertenecen a la especie humana, es un tipo de
discriminación arbitraria, el especismo. Del mismo modo que no respetar a
alguien por su color de piel o su género está injustificado, también lo está no
respetarle por su especie. Desde un punto de vista imparcial, el sufrimiento y
muerte de estos animales pesa más que el beneficio trivial obtenido por los
seres humanos.
La experimentación con animales con fines medioambientales,
cosméticos o militares debe ser, por lo tanto, rechazada. Afortunadamente,
parte de estas prácticas ya están siendo prohibidas en algunos ordenamientos
jurídicos, como es el caso de la experimentación para productos cosméticos en
la Unión Europea o India.
En segundo lugar, una minoría de experimentos con animales
sí posee carácter biomédico. Esto es compatible, sin embargo, con que no todos
ellos persigan aliviar o curar dolencias graves. Dados los daños padecidos por
los animales con los que se experimenta, tampoco serían prácticas justificadas.
Hay que admitir, aun así, que una parte de la investigación biomédica sí tiene
como fin eliminar dolencias graves y aumentar la calidad y duración de la vida
humana. En estos casos debemos comparar el sufrimiento y la muerte que se causa
a los animales no humanos con los grandes beneficios que algunos seres humanos
obtendrían en caso de éxito en la investigación. El hecho de que los beneficios
a los humanos no sean triviales puede llevar a pensar que en estos casos, a
diferencia de los anteriores, la experimentación con animales está justificada.
Ello sería, sin embargo, un error.
La experimentación con animales sólo se extendió y
estandarizó en la comunidad biomédica moderna durante los años 30 y 40 del
siglo pasado. Por razones éticas, se pretendía evitar ensayos clínicos que
sometieran a seres humanos a un riesgo de daño demasiado alto, a la vez que se
impedía el uso clínico de tratamientos no debidamente testados. Dado el estado
del conocimiento científico, se creía que las similitudes entre organismos no
humanos y humanos, a pesar de sus diferencias, eran suficientes.
Así, se pensó que era posible predecir el efecto en
pacientes humanos de, por ejemplo, un fármaco, a partir de su efecto observado
en ensayos clínicos con otros animales. Bajo esta asunción, los sistemas
jurídicos suelen exigir ensayos con no humanos antes de hacerlos en seres
humanos, y como requisito para que quienes investigan reciban ayudas públicas.
Estos son algunos de los factores que explican la predominancia actual de este
modelo. Sin embargo, hay fuertes razones, basadas en evidencias de las que no
disponíamos en el pasado, para cuestionar el valor científico de la
experimentación animal, particularmente en comparación con otros métodos.
Sabemos ahora que las similitudes entre los organismos de no
humanos y humanos son mucho menores de lo que se creía. Quienes defienden la
experimentación con animales indican que, aunque métodos como las pruebas en
cultivos de tejidos son útiles, es necesario en algún momento pasar a hacer
pruebas también en animales no humanos debido a que estos son modelos que
muestran cómo funciona un organismo en su conjunto. Pero el hecho es que los
organismos de los seres humanos no reaccionan igual que los de otros animales a
distintos medicamentos. Incluso pequeñas diferencias genéticas entre individuos
de distintas especies pueden causar grandes diferencias en cómo procesan
sustancias químicas.
Por ello, no existe en absoluto garantía de que puedan
extrapolarse con éxito los resultados de ensayos en animales no humanos[1]. No
nos permiten anticipar de forma fiable cuál será la reacción en humanos. Ello
se constata cuando se observa empíricamente que las predicciones realizadas
mediante este método son correctas en un muy bajo porcentaje[2]. Solo en EEUU
el 96% de los fármacos que pasaron con éxito ensayos con animales fallaron en
los ensayos con seres humanos, por ineficaces, dañinos o ambos[3]. Asimismo, un
gran número de medicamentos comercializados han resultado tóxicos en humanos
tras superar las pruebas con otros animales, como fue el caso de la talidomida.
El valor científico de la experimentación biomédica con
animales es, así, como mínimo, bastante menor del que mucha gente asume[4].
Ello tiene diferentes implicaciones. En primer lugar, supone que los seres
humanos que participan en los ensayos de esos fármacos, y quienes los consumen
una vez comercializados, se exponen a recibir daños no detectados en la fase
previa de experimentación con animales. En segundo lugar, impide el desarrollo
de tratamientos que serían beneficiosos para humanos pero respecto de los que
se ha detectado algún efecto dañino en animales no humanos. Pues,
efectivamente, existen potenciales medicamentos (como la aspirina) que, aunque
gravemente dañinos, o incluso letales, para los animales, no lo son para los
seres humanos.
Actualmente existe un gran número de métodos de investigación que no emplean animales, como el uso de cultivos celulares y de tejidos, modelos de órganos o modelos computacionales. Pese a lo dudoso del valor científico de la experimentación con animales, sin embargo, los recursos empleados para desarrollar más estos métodos alternativos son, en comparación, mínimos. Por cada euro invertido en ellos se emplean varios miles en la promoción de la experimentación animal. Esto incluye los gastos en propaganda y lobby por parte de las empresas que se benefician de la ella. Así, por ejemplo, la industria farmacéutica destinó solamente en sus relaciones políticas con la UE en 2014 más de cuatro veces el total invertido el año anterior por toda la UE en métodos sin animales[5]. Carece de toda justificación emplear todos estos recursos para proseguir con estas investigaciones cuando podrían emplearse en formas potencialmente más eficientes para mejorar la salud humana (y no humana).
Finalmente, hay una implicación adicional de defender la
experimentación con animales frente a los métodos que no los usan. Si lo único
que nos importara es obtener los mayores avances para la salud humana, por
encima de las objeciones éticas, entonces el método a seguir no sería la experimentación
con animales no humanos, sino que deberíamos estar dispuestas a someter a otros
seres humanos a tales experimentos, aun contra su voluntad. Al fin y al cabo,
desde un punto de vista metodológico, no hay alternativa mejor para la
investigación biomédica. Por supuesto, ello es éticamente rechazable. Causar
graves daños, contra su voluntad, a otros seres humanos no queda justificado
simplemente porque con ello se prolongue o mejore la vida de otros.
Específicamente, consideraríamos inaceptable causar esos daños a ciertos seres
humanos simplemente porque sus capacidades cognitivas sean similares a las de los no humanos que
actualmente se emplean en experimentos.
Ahora bien, si rechazamos el especismo, tampoco podemos
creer que este tipo de investigación justifica causar graves daños a individuos
no humanos. Como se ha explicado, la mera pertenencia a una especie es un
factor irrelevante. Tampoco puede serlo la inteligencia, puesto que también
rechazamos la experimentación con humanos con diversidad funcional intelectual.
Para evaluar éticamente una práctica, como la de la experimentación con no
humanos, es preciso considerar de forma imparcial los intereses de todos los
individuos afectados por ella, independientemente de la especie a la que
pertenezcan. Esto requiere rechazar toda discriminación, incluido el especismo.
En síntesis, el dilema que hay que confrontar es el
siguiente: o bien aceptamos experimentar con individuos sintientes, o bien lo
rechazamos y optamos por otros métodos de investigación. Bajo un criterio de
mera eficiencia, deberíamos escoger la primera alternativa, lo que justificaría
emplear a seres humanos en los experimentos. Decidir éticamente, sin embargo,
nos obliga a escoger la segunda, abandonando los experimentos con animales no
humanos e invirtiendo en el desarrollo de otros métodos. Persistir en la
situación, por lo tanto, está éticamente.
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