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sábado, 10 de junio de 2017

La experimentación animal

Medicamentos, cosméticos y otros elementos deben ser testados antes de poder comercializarse por tal de comprobar sus efectos. Tradicionalmente se ha empleado en laboratorio a diversos animales para comprobar dichos efectos, e incluso si hoy en día disponemos de pieles sintéticas para probar elementos como los cosméticos se siguen empleando otros seres vivos en la experimentación e investigación. ¿Es necesaria la experimentación animal? ¿Se lleva a cabo con ética? ¿Que utilidad tiene si al fin y al cabo se testan en un tipo de ser que no comparte todas nuestras características?



La experimentación con animales o experimentación in vivo es el uso de animales en experimentos científicos. Se calcula que cada año se utilizan entre 50 y 100 millones de animales vertebrados (desde peces cebra hasta primates no humanos).1 Invertebrados, ratones, ratas, pájaros, ranas, y otros animales no destetados no están incluidos en estos números, aunque una estimación realizada sobre el número de ratas y ratones usados en los Estados Unidos en el año 2001 lo situaba en 80 millones.2 La mayoría de animales son sacrificados después de usarlos en un experimento. El origen de los animales de laboratorio varía entre países y especies; mientras que la mayoría de animales son criados expresamente, otros pueden ser capturados en la naturaleza o suministrados por vendedores que los obtienen de subastas en refugios


Cada año más de 115 millones de animales, contando solo a vertebrados, son sometidos a experimentación con el supuesto fin de beneficiar a seres humanos. Ello incluye prácticas tales como obligarles a inhalar gases tóxicos, aplicarles sustancias corrosivas en piel y ojos, infectarles con VIH o extirparles parte del cerebro. Ciertamente, el número de animales no humanos que sufren y mueren por causa de estas prácticas es mucho menor que el de los que son víctimas de la industria alimentaria, o de los individuos en estado salvaje que sufren por eventos naturales. Ahora bien, puesto que los intereses básicos de estos animales en no sufrir y no morir importan, es de todos modos necesario reflexionar sobre si la experimentación con ellos está éticamente justificada.


Solemos asociar estrechamente la experimentación con animales a esfuerzos por aumentar la calidad y duración de vidas humanas. Sin embargo, como se verá, este no es el objetivo perseguido en la mayoría de los casos. Además, respecto de aquellos en que sí lo es, hay razones éticas fuertes para rechazar la actual práctica de experimentación animal, si consideramos que tampoco estaría justificada con seres humanos.

En primer lugar, la mayoría de experimentos realizados en animales no humanos no tienen finalidad biomédica, es decir, no buscan obtener mejoras en la salud humana. En algunos casos se trata de  pruebas de impacto medioambiental de productos químicos. En otros se trata de pruebas de seguridad de productos cosméticos o del hogar. En otras ocasiones se emplea a animales no humanos en la investigación militar.



Todos estos casos tienen en común que el beneficio que los seres humanos pueden recibir gracias a estas prácticas es irrelevante o inexistente. Pese a ello, se somete a un gran número de animales no humanos a daños graves. Ahora bien, razonar éticamente requiere rechazar toda forma de discriminación basada en características de los individuos que no tienen que ver con su capacidad para ser dañados o beneficiados. No tener en cuenta los daños que los animales padecen en estos experimentos, o darles una menor importancia, simplemente porque no pertenecen a la especie humana, es un tipo de discriminación arbitraria, el especismo. Del mismo modo que no respetar a alguien por su color de piel o su género está injustificado, también lo está no respetarle por su especie. Desde un punto de vista imparcial, el sufrimiento y muerte de estos animales pesa más que el beneficio trivial obtenido por los seres humanos.

La experimentación con animales con fines medioambientales, cosméticos o militares debe ser, por lo tanto, rechazada. Afortunadamente, parte de estas prácticas ya están siendo prohibidas en algunos ordenamientos jurídicos, como es el caso de la experimentación para productos cosméticos en la Unión Europea o India.

En segundo lugar, una minoría de experimentos con animales sí posee carácter biomédico. Esto es compatible, sin embargo, con que no todos ellos persigan aliviar o curar dolencias graves. Dados los daños padecidos por los animales con los que se experimenta, tampoco serían prácticas justificadas. Hay que admitir, aun así, que una parte de la investigación biomédica sí tiene como fin eliminar dolencias graves y aumentar la calidad y duración de la vida humana. En estos casos debemos comparar el sufrimiento y la muerte que se causa a los animales no humanos con los grandes beneficios que algunos seres humanos obtendrían en caso de éxito en la investigación. El hecho de que los beneficios a los humanos no sean triviales puede llevar a pensar que en estos casos, a diferencia de los anteriores, la experimentación con animales está justificada. Ello sería, sin embargo, un error.


La experimentación con animales sólo se extendió y estandarizó en la comunidad biomédica moderna durante los años 30 y 40 del siglo pasado. Por razones éticas, se pretendía evitar ensayos clínicos que sometieran a seres humanos a un riesgo de daño demasiado alto, a la vez que se impedía el uso clínico de tratamientos no debidamente testados. Dado el estado del conocimiento científico, se creía que las similitudes entre organismos no humanos y humanos, a pesar de sus diferencias, eran suficientes.

Así, se pensó que era posible predecir el efecto en pacientes humanos de, por ejemplo, un fármaco, a partir de su efecto observado en ensayos clínicos con otros animales. Bajo esta asunción, los sistemas jurídicos suelen exigir ensayos con no humanos antes de hacerlos en seres humanos, y como requisito para que quienes investigan reciban ayudas públicas. Estos son algunos de los factores que explican la predominancia actual de este modelo. Sin embargo, hay fuertes razones, basadas en evidencias de las que no disponíamos en el pasado, para cuestionar el valor científico de la experimentación animal, particularmente en comparación con otros métodos.

Sabemos ahora que las similitudes entre los organismos de no humanos y humanos son mucho menores de lo que se creía. Quienes defienden la experimentación con animales indican que, aunque métodos como las pruebas en cultivos de tejidos son útiles, es necesario en algún momento pasar a hacer pruebas también en animales no humanos debido a que estos son modelos que muestran cómo funciona un organismo en su conjunto. Pero el hecho es que los organismos de los seres humanos no reaccionan igual que los de otros animales a distintos medicamentos. Incluso pequeñas diferencias genéticas entre individuos de distintas especies pueden causar grandes diferencias en cómo procesan sustancias químicas.

Por ello, no existe en absoluto garantía de que puedan extrapolarse con éxito los resultados de ensayos en animales no humanos[1]. No nos permiten anticipar de forma fiable cuál será la reacción en humanos. Ello se constata cuando se observa empíricamente que las predicciones realizadas mediante este método son correctas en un muy bajo porcentaje[2]. Solo en EEUU el 96% de los fármacos que pasaron con éxito ensayos con animales fallaron en los ensayos con seres humanos, por ineficaces, dañinos o ambos[3]. Asimismo, un gran número de medicamentos comercializados han resultado tóxicos en humanos tras superar las pruebas con otros animales, como fue el caso de la talidomida.

El valor científico de la experimentación biomédica con animales es, así, como mínimo, bastante menor del que mucha gente asume[4]. Ello tiene diferentes implicaciones. En primer lugar, supone que los seres humanos que participan en los ensayos de esos fármacos, y quienes los consumen una vez comercializados, se exponen a recibir daños no detectados en la fase previa de experimentación con animales. En segundo lugar, impide el desarrollo de tratamientos que serían beneficiosos para humanos pero respecto de los que se ha detectado algún efecto dañino en animales no humanos. Pues, efectivamente, existen potenciales medicamentos (como la aspirina) que, aunque gravemente dañinos, o incluso letales, para los animales, no lo son para los seres humanos.

Actualmente existe un gran número de métodos de investigación que no emplean animales, como el uso de cultivos celulares y de tejidos, modelos de órganos o modelos computacionales. Pese a lo dudoso del valor científico de la experimentación con animales, sin embargo, los recursos empleados para desarrollar más estos métodos alternativos son, en comparación, mínimos. Por cada euro invertido en ellos se emplean varios miles en la promoción de la experimentación animal. Esto incluye los gastos en propaganda y lobby por parte de las empresas que se benefician de la ella. Así, por ejemplo, la industria farmacéutica destinó solamente en sus relaciones políticas con la UE en 2014 más de cuatro veces el total invertido el año anterior por toda la UE en métodos sin animales[5]. Carece de toda justificación emplear todos estos recursos para proseguir con estas investigaciones cuando podrían emplearse en formas potencialmente más eficientes para mejorar la salud humana (y no humana).


Finalmente, hay una implicación adicional de defender la experimentación con animales frente a los métodos que no los usan. Si lo único que nos importara es obtener los mayores avances para la salud humana, por encima de las objeciones éticas, entonces el método a seguir no sería la experimentación con animales no humanos, sino que deberíamos estar dispuestas a someter a otros seres humanos a tales experimentos, aun contra su voluntad. Al fin y al cabo, desde un punto de vista metodológico, no hay alternativa mejor para la investigación biomédica. Por supuesto, ello es éticamente rechazable. Causar graves daños, contra su voluntad, a otros seres humanos no queda justificado simplemente porque con ello se prolongue o mejore la vida de otros. Específicamente, consideraríamos inaceptable causar esos daños a ciertos seres humanos simplemente porque sus capacidades cognitivas  sean similares a las de los no humanos que actualmente se emplean en experimentos.

Ahora bien, si rechazamos el especismo, tampoco podemos creer que este tipo de investigación justifica causar graves daños a individuos no humanos. Como se ha explicado, la mera pertenencia a una especie es un factor irrelevante. Tampoco puede serlo la inteligencia, puesto que también rechazamos la experimentación con humanos con diversidad funcional intelectual. Para evaluar éticamente una práctica, como la de la experimentación con no humanos, es preciso considerar de forma imparcial los intereses de todos los individuos afectados por ella, independientemente de la especie a la que pertenezcan. Esto requiere rechazar toda discriminación, incluido el especismo.

En síntesis, el dilema que hay que confrontar es el siguiente: o bien aceptamos experimentar con individuos sintientes, o bien lo rechazamos y optamos por otros métodos de investigación. Bajo un criterio de mera eficiencia, deberíamos escoger la primera alternativa, lo que justificaría emplear a seres humanos en los experimentos. Decidir éticamente, sin embargo, nos obliga a escoger la segunda, abandonando los experimentos con animales no humanos e invirtiendo en el desarrollo de otros métodos. Persistir en la situación, por lo tanto, está éticamente.




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